La rudeza es aceptada — incluso de esperarse — en la política moderna

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La era de la diplomacia ha terminado y los insultos personales se están convirtiendo en la norma en los asuntos de Estado.

Después de que Neville Chamberlain apaciguó a Adolf Hitler en Múnich en 1938, la agencia de seguridad británica MI5 decidió que el primer ministro estaba demasiado confiado del líder alemán. Por lo tanto, escribió un informe que le informaba que Hitler lo había llamado “Arschloch” (cretino) en privado. Para asegurarse de que Chamberlain viera la palabra, el ministro de exteriores Lord Halifax la subrayó tres veces con lápiz rojo. Chamberlain se sobresaltó debidamente: no esperaba ser insultado por los líderes extranjeros.

Hoy en día, tendría que acostumbrarse a ello. Sólo en la última semana, el Presidente Barack Obama se vio obligado a desabordar su avión ante desagradables funcionarios chinos en Hangzhou, y el presidente filipino Rodrigo Duterte se refirió a él como un “hijo de puta”. La era de la diplomacia está llegando a su fin. Posiblemente por primera vez, los insultos personales se están convirtiendo en la norma en los asuntos de Estado.

Históricamente, los líderes de los países hacían un gran esfuerzo por no molestarse los unos a los otros. Incluso Hitler rara vez fue insultado en público. La evaluación psicológica estadounidense oficial, que le diagnosticó como sexualmente “masoquista de pleno derecho” e “incapaz de consumar el acto sexual de una manera normal”, fue publicado en 1943 sólo en un documento confidencial del gobierno.

Durante la guerra fría, ambos lados se preocupaban de que un insulto personal podría terminar encendiendo el mundo. En 1959, después que el entonces vicepresidente de EEUU Richard Nixon y el líder soviético Nikita Jruschov argumentaron sobre las cocinas de EEUU, Jruschov se suavizó un poco y dijo: “Espero no haberte insultado”. Nixon respondió: “He sido insultado por expertos. Todo lo que decimos es de buen humor. Siempre hable con franqueza”.

Pero el propio Nixon sólo habló francamente sobre líderes extranjeros en privado. Aquí hay un ejemplo de una conversación con su asesor de seguridad nacional Henry Kissinger en 1971, analizando una visita reciente de la primera ministra de la India, Indira Gandhi:

Sr. Kissinger: “Bueno, los indios son bastardos de todos modos . . . Aunque ella fue una perra, conseguimos lo que queríamos también. . . “.

Presidente Nixon: “Realmente nos aprovechamos de la vieja bruja”.

En la mayor parte de la historia moderna, los insultos diplomáticos fueron poco frecuentes y generalmente accidentales, como cuando el presidente estadounidense, George H W Bush, vomitó en el regazo del primer ministro japonés, o cuando el primer ministro de Fiji, Voreqe Bainimarama, ignoró la mano extendida de su homólogo ruso de baja estatura, Dmitry Medvedev, y saludó a dos de sus ayudantes que eran mucho más altos. El Sr. Bainimarama simplemente no reconoció al hombre que los diplomáticos estadounidenses describían en privado como el “Robin” del entonces “Batman”, Vladimir Putin.

En los últimos años, se han filtrado los insultos privados cada vez más. Gracias a una ley de libertad de información sabemos acerca de un estudio del Pentágono de 2008 que llegó a la conclusión — después de ver horas de imágenes de Putin — “que el presidente ruso tiene una anormalidad neurológica . . . identificados por los principales neurocientíficos como el síndrome de Asperger, un trastorno autista, que afecta todas sus decisiones”.

A veces, los inconvenientes micrófonos en vivo transmiten insultos privados al mundo entero, como en este intercambio sobre el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, en 2011:

El presidente francés, Nicolás Sarkozy: “No lo soporto. Es un mentiroso”.

El presidente estadounidense Obama: “Estás cansado de él? ¿Qué hay de mí? Tengo que tratar con él todos los días”.

Sin embargo, hasta hace un año, a pesar de que la ira popular hacia los políticos aumentó, la diplomacia seguía siendo la única esfera en la que un líder nacional razonablemente podría esperar no ser insultado. Eso ha terminado.

Donald Trump tiende a insultar a los países extranjeros en lugar de a los líderes individuales, posiblemente porque no sabe quiénes son, aunque sí dijo que Angela Merkel está “arruinando Alemania”. No obstante, un sinnúmero de políticos extranjeros han insultado al Sr. Trump. Incluso el Papa Francisco dijo: “Una persona que sólo piensa en la construcción de muros — dondequiera que se encuentren — y no en la construcción de puentes, no es cristiana”. Si las diminutas manos del Sr. Trump tienen acceso a la “maleta nuclear”, el Vaticano va a tener que tener cuidado.

Sólo los parlamentarios británicos han llamado al Sr. Trump “un idiota”, “un bufón”, y “el príncipe anaranjado de la autopublicidad estadounidense”, mientras que el nuevo ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Boris Johnson — actualmente el estándar mundial para los insultos diplomáticos — dijo en diciembre, durante una discusión sobre el crimen en las grandes ciudades: “La única razón por la que no volvería a visitar algunas partes de Nueva York es por el riesgo real de encontrarme con Donald Trump”.

Guardando las formas bipartidistas, el Sr. Johnson también comparó a Hillary Clinton con “una enfermera sádica en un hospital mental”. Es cierto que esto sucedió antes de que asumiera el cargo. Pero, debe recalcarse que, independientemente, la primera ministra británica, Theresa May, lo eligió como jefe de la diplomacia de su país.

Cuando los políticos de hoy en día insultan a sus rivales extranjeros, saben lo que están haciendo. No están buscando guerra. Más bien, el mensaje a los votantes es: “Soy un auténtico orador que va a pisotear los sentimientos de los extranjeros y luchar por los intereses de mi propio país en un juego de suma cero”. Es el acompañamiento a la retórica que se ha alejado de la cooperación internacional a través de políticas tales como el “Brexit” y el abandono del acuerdo trasatlántico comercial TTIP.

Los líderes nacionales están aprendiendo que en esta nueva era de las groserías, necesitan tener una armadura. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, recientemente cesó cerca de 2,000 demandas en contra de la gente que lo había insultado. Ahora sólo tenemos que esperar hasta que el presidente Trump le asigne un apodo.

Por Simon Kuper (c) 2016 The Financial Times Ltd. All rights reserved