El Metro de Santo Domingo representa para muchos ciudadanos, incluyéndome, un medio de transporte rápido y eficaz que permite a sus usuarios movilizarse dentro de la ciudad, evitando la congestión del tráfico y el tiempo muchas veces exagerado para llegar a nuestros destinos.
Acostumbrada durante años a usarlo, desde un tiempo para acá he notado cierto deterioro en algunas áreas del ferrocarril e incluso paradas demasiado largas entre estaciones, entre otros inconvenientes fuera de lo habitual.
El caso más reciente me sucedió el pasado lunes, cuando aún a las 8:00 de la mañana había una fila que recorría dos veces la estación Concepción Bona y, sin muchas oportunidades para avanzar, quedando varada por más de 15 minutos bajo el sol a la espera de que cediera.
Una vez dentro y con miras hacia el “transfer”, pude apreciar cierto retraso entre el movimiento hacia las estaciones, además de pausas bastante prolongadas, con algunos usuarios desesperados y murmurando improperios para sí, supongo por el retraso que el inconveniente les provocaba.
Curiosa por saber si solo había pasado en mi recorrido, constaté con otros usuarios y en medios de comunicación que la situación había sucedido en las Líneas 1 y 2 en horas de la mañana, debido a una avería eléctrica que tuvo lugar en la estación Centro de los Héroes y provocó una congestión en las demás.
Consciente de que este fenómeno se ha repetido en varias ocasiones, me propuse hacer un recorrido el día después por todas las estaciones de cada línea para comprobar si todo era percepción mía o si el Metro de Santo Domingo, el sistema ferroviario más extenso del Caribe y uno de los más utilizados en la capital, realmente presenta un deterioro en sus instalaciones.
Durante este recorrido conversé con varios usuarios habituales del sistema masivo de transporte, quienes me señalaron las distintas grietas que se observan en las paredes y pisos, como también el polvo, telaraña y falta de pintura que poseen.
“Han abandonado el mantenimiento en todos los sentidos”, me comentó un ciudadano que acostumbra a usar este medio de transporte, añadiendo como crítica que las escaleras eléctricas, siempre en horas pico, suelen estar apagadas o fuera de servicio, junto con el retraso continuo de la llegada de los trenes a sus respectivas paradas.
Explicó que posiblemente estos cambios tan abruptos se deban a nuevos operadores, sin experiencia, que conducen el Metro en las diferentes líneas.
Agradeciendo su intervención, seguí en mi recorrido contabilizando el tiempo que tomaba el tren entre los distintos andenes, entre cinco y tres minutos. Noté que muchas estaciones tenían las escaleras eléctricas inhabilitadas y en algunos ascensores observé letreros para indicar que estaban en mantenimiento. Quién sabe desde cuándo tenían esas advertencias.
La situación, aunque se ha vuelto habitual, con un vistazo más profundo se vuelve preocupante, porque precisamente una de estas escaleras eléctricas apagadas tenía una persona discapacitada con un bastón que las utilizaba, causando, sin quererlo, retraso a los otros usuarios que estaban detrás de él y, entre la presencia de más gente, podría ocasionarle un accidente.
Las últimas estaciones de la línea uno causaron impacto en mí por la cantidad considerable de heces de paloma que hay en cada una de ellas, mucho más en la estación Gregorio Urbano Gilbert, donde la suciedad se hace presente en las escaleras, pisos, barandales y ventanas.
Impresionada por el panorama que me brindaba el lugar, busqué entre los demás alguna reacción que coincidiera con la mía, pero sus rostros reflejaban resignación ante el uso inevitable que hacen del ferrocarril en esas condiciones, confesando que aunque han expresado quejas, estas no son escuchadas.
Línea 2
De esta estación, tomé ruta hacia la línea dos del Metro, deteniéndome nueva vez en cada una de ellas, observando lo mismo en la mayoría: basura entre los pisos y las escaleras, suciedad por heces de palomas, retraso entre los trenes de cada estación, paredes manchadas o con mensajes escritos y ascensores que no funcionan.
Aclaro que siempre que esperaba el siguiente tren me detenía para avistar su condición exterior, percatándome que muchos mantienen sus puertas oxidadas y, por dentro, las ventanas se encontraban sucias pidiendo a gritos un limpiacristales. También adentro es evidente la necesidad de pintura en los vagones.
Llegué a escuchar también el ruido descontrolado que causaban algunos celulares que usuarios escuchaban sin audífonos y las prédicas a todo pulmón de los religiosos, en una evidente pérdida de la disciplina que prevaleció en el Metro en sus inicios.
Al buscar con la mirada algún vigilante que les indicara que debían moderar el volumen, me percaté de que no había ninguno cerca. ¿Siempre ha sido así? ¿Acaso no hay reglas claras señaladas en los letreros y recordadas por los altavoces a los usuarios?
Un ciudadano me comentó que también debería de aprovechar y añadir en mi ruta el teleférico, porque las condiciones de este complemento del Metro tampoco son muy agradables.
El usuario también me precisó que había notado que la seguridad estaba siendo dejada a un lado, porque había visto como personas comunes llevaban en el Teleférico armas de fuego, sin recibir ningún tipo de reprensión.
Pocas veces he hecho uso del teleférico, así que con mis propios ojos pude comprobar que la suciedad no es un mal que solo afecta al metro, sino que ha causado mella en estas cabinas, repitiéndose nuevamente el inconveniente que generan las heces de palomas aquí.
Abordando a un conserje que en ese momento limpiaba las escaleras, me dijo que aunque higienizan con frecuencia el lugar por el problema, al final no sirve de nada porque no ha sido atacado de raíz. Añadió que muchos usuarios se han quejado por la situación pero que nadie hace nada y todo se ha mantenido igual.
Perpleja por todo lo que había observado en mi recorrido, traté de buscar respuestas en la Oficina para el Reordenamiento del Transporte (OPRET), pero como suele pasar en la mayoría de instituciones públicas, el silencio fue la respuesta.